Archive for the ‘Lugares’ Category

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31 diciembre 2011

«Crecieron hermosas floren en tu  jardín donde tú apenas viste  esparcir las semillas»

 

 

Se acerca el fin de año, que nos adentra en  la frontera del futuro, en la promesa de la eternidad de Dios hecho hombre en mi pobre pero amada historia.
Y solo puedo dar gracias, y solo puedo llorar de nostalgia.

La Vida en mi vida es un privilegio, y no sé cómo encajarlo. Me desbordar ser inmerecedora de tantas y tantas cosas que se me regalan, y todavía no calzo la humildad suficiente para saber acoger sin esperar dar algo a cambio; aún creo que el mundo se sirve de mí a base del trueque, del intercambio interesado, del interés amigo.

«Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá» ( Lc 12, 39-48)

Confío en poder responder con generosidad a tantas pequeñas maravillas que se hornean en mi vida.
Al final, de poco sirve acumular, o adquirir prestigio; lo que salvan son los nombres . El pequeño gesto, el detalle siempre a punto, brindar la sonrisa tímida en el momento justo…


Sí, los nombres propios, las personas que jalonan la historia, tantas personas que pasearán anónimas por sus vidas, y que ocuparán, sin embargo, un lugar privilegiado en la mía.
Quizás por eso dediqué toda una mañana a fotografiar a mis alumnos de bangassou y a grabar sus fotos con sus nombres en mi ordenador, como si a fuego los estuviera grabando en mi alma.
No quiero que mi torpe memoria los deslice al baúl del pasado sin más.

Ellos no lo saben, pero este año, en la misa del gallo, las lágrimas luchaban entre mis párpados recordando lo que viví junto a ellos. Nuestras luchas, nuestras incomprensiones, nuestras diferencias, y a pesar de las dificultades, ¡cómo crecí junto a ellos!…siendo, paradójicamente, yo la maestra, ellos los alumnos.

Aunque ya sé que en mi mundo al revés, esto no tiene importancia.

Para nuestros hermanos africanos, la fiesta de Navidad es una gran fiesta, la celebración se alarga durante horas, y nunca pueden faltar las danzas y  los cánticos inspirados.
Quizás es más fiesta porque no hay jamón, ni gambas, y realmente, pocos regalos, poco consumismo; es una verdadera fiesta del nacimiento de Xto, de la esperanza.
Imaginaba a tantas familias, alumbradas en medio de la oscuridad con unos pocos troncos sacados de la maleza de la selva, dando vueltecitas en una pequeña ollita que descansa sobre tres piedras, a la cena de Navidad, que quizás, este año, contenga alguna pieza de carne.
Esa es la verdadera Navidad. La de tantos pesebres al calor de un fueguito y de una familia repleta de vástagos, que no tienen más elementos que poner al servicio en estas fiestas, que su propia fe.
La fe de que Él vendrá y los salvará.

No sabemos cómo, ni siquiera cuándo, pero Él viene. Viene en tantos héroes anónimos que entregan sus años y su juventud en silencio, en tantos hermanos a los que les duele su prójimo, en tanto futuro por despertar.
Y entonces…. Mi corazón añora más que nunca… volver.
Volver a los sencillos, a las velas como faro, a la tierra ocre como suelo, al día a día por bandera, al cielo estrellado como manto… a Sus preferidos.
Volver al norte, ha desorientado de nuevo la brújula. En realidad nunca se puede volver, pocas cosas permanecen, salvo el amor. El amor de aquellos que nos han esperado y sostenido en estos años, el amor de aquellos, que incondicionalmente, se han alegrado por nosotros en la lejanía, y también, ahora, en la cercanía.
No sé si creer a Sabina con su “al lugar donde has sido feliz, nunca debes, tratar de volver”.
Es cierto, un gran vacío se ha apoderado de mí, la nostalgia, presa del recuerdo.

«Solo el vacío puede colmarse, no estés nunca repleto de ti mismo».

Solo el vacio puede colmarse de nuevo, no de mí, sino de Él, no de mí, sino de Ellos. Quizás por eso, aunque me encantaría decir muchas cosas, sigo necesitando el silencio…vaciarme de mis  yos abundantes para que Él sea.
Ahora estamos aquí, celebrando la Navidad, celebrando que Él viene otro año más, a salvarnos. Pero este no es un año cualquiera, es un año de promesas infinitas y de eternidades en danza, es el año en que diremos Sí, para siempre, Sí a caminar por las alturas,a dondeTú nos quieras llevar, buscando tu Reino.

Tu punto de vista puede cambiar el mundo

29 noviembre 2011

«Soñar es el principio de un sueño hecho realidad»

 

Quizás por ello Manos Unidas está llevando a cabo este concurso sobre el continente Africano. No es sólo cuestión de buscarse el ombligo, de mirar hacia los talones, puede tratarse, quizás también, de comenzar, soñando a cambiar el mundo.

Sea cual sea la motivación más o menos pura que me lleve a perder mi valioso tiempo en repasar por el corazón las imágenes de este tiempo africano, tan lleno de colores y sabores… prefiero eso a nada.

Un minuto de sus vida, un minuto de mis sueños, para toda la vida.

Si te gusta, puedes votarlo:

http://www.clipmetrajesmanosunidas.org/videos/africa-un-continente-de-colores/

Querida África

11 julio 2011


Siriri na nguia

Esta vez, esta carta, te la debo solo a ti.

A ti, que me has dado tanto, y me has quitado tanto que ya andaba sobrándome, gracias.
Sabemos cómo ha empezado todo: estar en el lugar adecuado, en el momento justo, confiar en la Providencia… y ¡plaf! Ya ha pasado un año y medio desde que me viste aparecer.

“Yo te conocía solo de oídas, pero ahora mis ojos te han visto” (Job 42,5)

Llegan con fuerza estos días los recuerdos de infancia en los que hacía pactos con mis compañeras del instituto, donde nos decíamos que iríamos a África, o los poster que pendían en las paredes de mi cuarto de estudiante, con niños africanos. Me siento tan poco merecedora y a la vez tan privilegiada… Un sueño alimentado durante años, que centuplica los fueguitos que arden bien adentro.

Ahora toca lo más difícil, empezar a decir adiós, des-acostumbrarse, soñar en ocres sobre el hormigón de la ciudad, creer que allá los árboles y las flores crecen a la velocidad vertiginosa con la que lo hacen en esta latitud del mundo.

Este lugar, llegado ya a ser cotidiano y desprovisto de exotismo, es mi casa. ¿Cómo pensar en dejarla? ¿Cómo no aferrarse a cada saludo, a cada atardecer?

Daniel Comboni decía que un verdadero misionero debía “vestir como ellos, comer como ellos, hablar como ellos”;  y no es por el gusto de sentirse misionero, sino por la necesidad de ser amado entre la gente que te acoge. La barrera cultural parece en ocasiones un abismo, es cierto; pero… ¡qué preciosidad saludarse con las cabezaditas tiernas! O desbaratar fronteras con mis brujitos, que a la consigna en sango de chúpame la mejilla, han aprendido a darme besos, o aquellos alumnos que te paran por la calle para darte las gracias por acompañarlos y quererlos. Estoy desbordada.

Yo nunca había visto a personas en fase terminal, a un enfermo de Sida, nunca había tocado a una persona enferma de lepra… ¡y cuánto he vivido en mi piel el encuentro de Francisco con el Leproso! Ellos no viven en mí en abstracto, ellos tienen un nombre y una estancia para siempre en mi corazón.

Estoy cansada. No sólo por todo el esfuerzo físico que demanda estar aquí, en este lugar tan desprovisto de cualquier tipo de maquinaria. Arrancar el coche es una proeza, lavar la ropa es toda una tarde, regar el jardín, arreglar en frigorífico empeñado en estropearse, intentar hacer ver a mis alumnos que mi casa no es el despacho, o atender a la cantidad de gente que suele agolparse a diario entre los barrotes de nuestra casa.

  Pero es ese cansancio que te da un puntito de  satisfacción y un mucho de plenitud cuando al caer la noche, al son de grillos, haces balance y te das cuenta de que eres una suertuda, que tu vida está llena de sentido y de personas, y que Él es quien todo hace posible.

Sin embargo te confieso que estoy muy triste. Que pensar en dejarte hace que las lágrimas quieran brotar a raudales. ¿Cómo puedo, allende, ser testimonio de la vida que brota por estos rincones?
Voy a echarte mucho de menos; pero no te preocupes, llevo la maleta a rebosar de telas, aquellas que me traerán siempre los colores de este continente de la esperanza.

Nuestro obispo siempre dice que África no deja indiferente, que África te transforma. Así me vivo yo, como agarrada por las manos del Alfarero, modelada en lo secreto. ¡Cuántas cosas he podido descubrir a lo largo de este tiempo sobre mi misma!
El trabajo, situaciones en las que nunca pensé que me vería, han ido transformando, suavemente, prejuicios y asperezas; con qué delicadeza me has acariciado, con cuánta paciencia y cariño me han tratado las personas que escogiste como anfitrionas.

Sí, creo que he madurado, creo que soy capaz de mirar a la vida de frente. ¿A dónde ya no podría mirar cuando has conocido la miseria del mundo? No tengo miedo ni ganas de esquivar la realidad sufriente a la que se encaran dos tercios de la población mundial, no me la han contado, la he visto yo.  Al contrario, existe un fuego, una llamada, siempre tan humilde como cierta, de hundir bien fuerte los pies en el barro, de comprometer la vida entera, y hacerlo para siempre.

Sin duda ha sido muy importante, fundante, acercarnos y conocer las condiciones de vida de nuestros hermanos en la cárcel, jóvenes carne de cañón, abandonados por su pueblo y por su gente, abuelitos huesudos consumidos por los garrotes de la injusticia, derechos humanos, tan torcidos… que hasta los renglones de Dios parecen por momentos, haber sido borrados.

Lo confieso, todavía no nos hemos marchado, y ya ando maquinando, planeando nuestro próximo encuentro. Habrá que seguir dejando a la Providencia actuar, luchar donde se pueda y como sea en lanzar nuestro granito de arena al viento, en dar voz a los acallados, oportunidad a los indignados.

“ Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti” (Salmo 137)

Te pongo en este tiempo en la cumbre de mis alegrías, gracias por todo, gracias por tanto.

Tuya ya, para siempre,

Renacer

20 enero 2011

Con la sabiduría de los tiempos,
el olor del viento que se cuela en tus rendijas,
te bendiga la magia del momento.

Agrietado, cansado, y sin embargo, perfecto.
Ser del cielo en el suelo, sur de barro.

Primavera que modela deshojando.
Abierto a su destino de paradas y moradas,
de cascadas que sacian, de mañana nuevo.

Que arda el calendario y habitemos en destierro.

Te haces, me deshaces,
desbaratándonos en concierto de laúdes afinados.
Te deshaces, manos amorosas que modelan al compas del firmamento.

Buena nueva, que amanece, de ilusiones, esperanza.
Nueva luna, que ya mece, a la humanidad cansada.

Ha venido a conmemorar que entre el barro se fermenta
el vino nuevo

Imposible es nada, siempre a tiempo.

Suyo eres, de barro y cielo.

Te haces, te deshaces,
RENACES.

 

Cada día renaciendo a este amor. Mbi ye mo ahondoni, koli.

 

 

Indignados

24 diciembre 2010

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no habían idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

EDUARDO GALEANO, El libro de los abrazos

Cada jueves, hacia las cuatro, cuando la tarde se hace un poco más fresca, y el sol se viene encima, me dirijo hacia la cárcel de Bangassou. Son once meses en los que he visto pasar a muchísima gente. La mayoría, gracias a Dios, ya quedan como un recuerdo en mi corazón y en las fotos que voy atesorando en el ordenador, porque un día les dieron carta blanca para salir y desaparecer del mapa… y así lo hicieron. Nunca más los volví a ver, no sé dónde estarán, pero lo que es seguro es que estarán mucho mejor que en ese infierno con apellido de justicia y orden.

Otros, siguen todavía allí, saludándome cada jueves con cariño desmedido y efusivos abrazos, algo extraños dentro de esta cultura centroafricana; regañándome si alguna semana falto a nuestra cita obligada,  el resto… nuevos compañeros, que se van sumando semana tras semana, llegados de cualquier parte del país.

No vinimos a erigirnos en héroes ni en buenas personas. Intenté ir conociendo poco a poco las múltiples realidades que se viven en este rincón escondido del mundo, y la “Da ti kanga” —prisión— me atrajo desde el principio por su crudeza.

En realidad no hacemos nada, pero compartimos algo. Nos saludamos,  leemos la palabra de Dios en sango, la explicamos, la debatimos, cantamos, alguna vez preparamos alguna comida para ellos, algunas veces llevamos jabón o ropa, y otras, pasamos consulta con una misionera que es médico.

Lo que llevamos al salir por la puerta es el verdadero cariño, ese que se entrega desde el profundo agradecimiento, el realmente gratuito, porque, aparentemente, podríamos decir que ellos no tienen nada que ofrecernos.

Este es el último eslabón de la pobreza. El de los indignados. Los nadies, los que no se ven, los que no cuentan, los rechazados hasta dentro de los suyos. Y digo que son nadie, porque conocer las condiciones en las que viven es sentir verdaderamente que existen personas sobre la faz de la tierra a las que se les ha despojado cualquier hálito de dignidad. He visto entre sus muros gallinas y gallos que se pasean en mejores circunstancias que las personas que los cuidan.
Cárcel de Bangassou

En la puerta, como protocolo previo, un guardia borracho que es incapaz de mantenerse de pie, fiesta posterior a la paliza que ha propiciado a cualquiera de los presos, incapaces de defenderse de garrotes y autoridad.

Una celda mugrienta que los encierra durante el día, en plena oscuridad, mezclados con cualquier tipo de bicho viviente que pueda moverse entre los muros ajados y agrietados. Si no pagan el derecho de salir —5000 francos, unos 7 euros— solo podrán salir varias veces al día para ir al baño.

La primera vez que me paseaba por Bangassou, vi un brazo que salía por el espacio de un ladrillo hacia la calle, luchando por alcanzar un bocado que alguien desde fuera de la cárcel, intentaba alcanzarle.

Comida en la prisiónSe encoge el alma. Cuando encuentras a personas que nunca han tenido un juicio desde hace años que pudiera declararlos culpables, y no tienen demasiado claro por qué están ahí. O por tantas mujeres cansadas de vivir, con los años descansando en cada arruga, soportando calumnias y mentiras, fruto de la cultura de la brujería, que hace todavía más indefensas, a las mujeres indefensas de África.

Esas mujeres que cuando nos reunimos cada semana, no pueden sentarse en un banco y son obligadas a hacerlo en piedras, por el hecho de ser lo que son: mujeres.

En ocasiones privados de agua, normalmente privados de comida, sometidos a insultos y desprecios, constituidos como los sin nombre, los indignos.

Quizás, en este tiempo más o menos largo, en estas experiencias más o menos intensas, mis ojos se han acostumbrado a presenciar demasiadas cosas. Situaciones que a lo largo de todo el año jamás lograré ni podré describir cómo merecen, realidades que asustan a la ficción, pobreza que sangra desde la tierra… pero existe un escenario al que nunca podré acostumbrarme: el valle de lágrimas por el que pasan tantas personas en este mundo, al que asisto cada jueves de puntillas, aunque descalza, pisando tierra sagrada.

Porque el otro día, he de reconocer que salí con dolor en el corazón. Yo también estaba indignada. Aunque no quería reconocerlo, aunque  echaba la culpaba al sistema, dentro de mi había algo que me incomodaba. En lo profundo estaba buscando mi parte de culpa. Esa que quizás en lo remoto me hace cómplice: cuando vivo como vivo y otros no pueden hacerlo, cuando permito que situaciones tan humillantes ocurran, lavando de algún modo mi conciencia pero pasando en definitiva de largo.

Cuando… sabiendo que ellos son el último eslabón, estoy yo ahí, dentro, en alguna parte de la cadena.

¡Cómo quisiera uno librarse de la cadena!…

Esta comodidad me incomoda.

En estas reflexiones andaba mientras se acerca la Navidad, mientras pensaba que también Dios podría haberse indignado por ese pesebre insalubre que le prepararon para nacer, mientras me preguntaba sobre el papel de mi Dios en esta selva del mundo, mientras el típico balance que nos hacemos al final de cada año.. se cernía sobre mí.

¿Falta de esperanza? Puede.

Algo sin embargo ha ocurrido esta semana que ha arrojado luz y lágrimas. Me acercaba a la Maison de l’espoir —Casa de la Esperanza—. Para visitar a las mamás y papás que viven allí. Son personas acusadas de brujería, que no tienen adónde ir,   sus familias las rechazan, o no es seguro continuar en su barrio, porque ya no son bienvenidas.

Iba cantando dentro del coche —me ayuda a relajar tensiones— cuando una amable persona se precipita al borde del camino para levantar una rama que impedía que pudiera seguir avanzando. Bajo la música para saludarla y agradecerle tan bonito detalle, cuando me percato de que es una mamá que conozco bien, pues fue una de las primeras en recibirme en la prisión a mi llegada a Bangassou.

Hacía varias semanas que no me acercaba hasta la cárcel por exceso de trabajo, y durante ese tiempo habían dado una orden de gracia para liberar de golpe, sin ningún tipo de juicio, a 20 de los 50 presos.

Fue una sorpresa y una alegría encontrar a esta mujer tan lejos de aquel infierno. En seguida comprendí que era una de las “elegidas”.

Cuando grité todavía a lo lejos “Baramo mingi” —¡Te saludo!—, se arrojó a mis brazos llorando.

Primero, me gritaba enfadada por haber faltado a nuestra cita durante varios jueves, y luego, sus lágrimas de emoción agradecían lo que tanto —según ella— yo había hecho en su favor.

En momentos como este, a uno le importa poco que la otra persona esté sucia, maloliente o andrajosa. Así la recibí entre mis pobres brazos temblorosos y mis lágrimas contenidas.

Repetía continuamente en sango algo que me hizo volver a mis reflexiones sobre la Navidad. Literalmente traducido como: “Me has guardado en el Señor, con tu oración me has guardado en Él, mientras pedías mi liberación Él te ha escuchado”.

Y así ha sido. Como un milagro. En el tiempo en el que todo se hace nuevo, donde la vida puede renacer, una medida de gracia devuelve de golpe la dignidad perdida a veinte personas anónimas, que ya nunca más lo serán para mi historia.

Entonces sí. Ahora sí. Puede ser Navidad. Unas Navidades saladas.

Teresa Narbona Rodríguez, laica misionera
Bangassou, diciembre 2010

Echar raíces

11 noviembre 2010

Un día tuve una conversación con un misionero. De los que emocionan, de los que desarman. A sus ochenta y tantos años, ha recorrido varios continentes y ahora se encuentra en el corazón de África; donde me encuentro también yo.

Tarde de calor asfixiante, de las que no invitan a nada, que acaban convirtiéndose, sin embargo, en el pasaporte hacia las miradas profundas al interior, donde se cuecen las batallas importantes, las que realmente merece la pena luchar.

En este clima caluroso y pesado, animados por una buena taza de café, le lanzaba una pregunta tras otra, deseosa de saciar mi sed y empaparme de aquellos que quizás nunca salgan en los periódicos, de los que prefieren, en silencio, dar la vida y desgastarse por aquellos que —aún más seguro— nunca saldrán en los periódicos: los olvidados del mundo.

Con mirada grave, y precisión de experto relojero, desgranaba todos los años y lugares que lo habían habitado; que no eran pocos; ni los lugares, ni los años.

Hablaba de personas, de situaciones, de críos a los que vio nacer convertidos ya en abuelos…

Entre la maraña de emociones que se me agolpaban en el pecho, en esa admiración profunda del que ansía vivir derramándose; entre toda esa aventura, yo preguntaba: «¿Y no le dio pena dejar a la gente cada vez que cambiaba de misión?»

Y su voz de sabiduría me enseñaba: «Desprenderse nunca es fácil. Lo bueno es que, cuando uno se trasplanta, siempre se lleva tierrita de un lado para otro; llega la nueva vida, pero la anterior, las personas, también se quedan».

Será que, en cierta medida algo de eso me ocurre a mí. Lejos de ser la peregrina del mundo que sueño, tengo la dicha de haber habitado en varios lugares tremendamente diversos.

Y allá donde fui y donde vine, siempre me acompañó el proverbio:

“Donde Dios nos sembró,
es preciso saber florecer”.

Sí, después de casi un año, mi vida vuelve a tener raíces. Encontrarse en tierra de nadie, para encontrarse con la pregunta de quién es uno, es necesario; pero echarle un pulso al tiempo para germinar con el paisaje también.

Gracias además a este misionero que me recordó que, en la tarea de sembrar y florecer, uno lleva su tierrita de un lado para otro. Por eso me siento tan inexplicablemente desbordada, tan amada en la distancia por todos aquellos lugares que me han visto soñar y vivir, por tantas personas al hilo de nuestros pasos; en la retaguardia de nuestros desvelos.

El paisaje se ha vuelto tan cotidiano, tan nuestro…

Campanas a las cinco y media de la mañana. Cabras y cochinos que se pasean a diario por la puerta de mi despacho, ellos son, con el paso de los meses, la composición más perfecta de mi paisaje diario. Comidas rodeados de niños que no se cansan —¡desde hace un año!— de pedirme caramelos y bolígrafos. Clases de 50 alumnos. Clases sin libros. La creatividad y el ingenio que estamos desarrollando para hacer la educación dinámica y atractiva. Reuniones interminables en las que se debate si las tizas las deben guardar los profesores o los alumnos. Hacer la colada siempre a mano, y, por supuesto, la ropa que desaparece cada sábado tras la colada. El frigorífico de petróleo que no hay quien lo entienda. Los pasteles y las pizzas hechos en una cacerola. El cielo estrellado y el sol naranja a los que nunca me permitiré acostumbrarme…

Porque estoy en casa. Porque esta es mi casa. Por tantas raíces que se van adentrando en esta tierra, la de los sencillos, mezclándose con la tierrita que traía en mis alforjas, y sobre todo, por arraigarme y enraizarme con la persona que amo, en el lugar que soñamos.

¿Cómo podría yo agradecer tanta bendición?

Casi un año ya. El tiempo vuela sin piedad, sin dar oportunidad a veces de apresarlo, de amarrarlo.

Echar raíces. Algo precioso y necesario; significa confundirse con la savia, con la vida. Consciente soy de que arraigarse conlleva desprenderse. El tiempo en ocasiones despiadado, nos obligará antes de que queramos darnos cuenta, a cerrar alforjas y lanzar de nuevo amarras, a adentrarnos en otros mares, a secar de nuevo las raíces al sol…

Mi consuelo será llevar conmigo mucha de esta tierrita

¿Cómo podría yo agradecer tanta bendición?

Seguramente nunca esté a la altura, seguramente jamás mi pobreza pueda compensar la riqueza que se me entrega a manos llenas, paradójicamente, en el segundo país más pobre del mundo.

Soñaré y rezaré, sin embargo, por hacer mío uno de los fragmentos de El último encuentro:

Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son estas: ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad?… ¿Qué has sabido de verdad?… ¿A qué has sido fiel o infiel?… ¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía?… Estas son las preguntas. Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera.

SÁNDOR MÁRAI, El último encuentro

Sí. Al final, cuando mi billete de privilegios y posibilidades me permita elegir de nuevo la manera y el cómo, cuando aún sin quererlo se ciernan sobre mí miradas de orgullo o aprobación… de nada habrá servido servir, si no es mi vida la que responde, no un año, o dos, sino…

la vida entera.

Lleno de nombres

10 julio 2010

Al atardecer de la vida me preguntarán …¿Has amado?

Yo guardaré silencio    … y presentaré un corazón lleno de nombres.

En la frontera

5 febrero 2010

…Pero si alguna vez os pregunta alguien, u os gustaría decir que tenéis una conocida que duerme bajo un mosquitero, con el cuarto lleno de animalitos y está a punto de comer mono y termitas, decidle sobre todo que…

Bangassou, mes primero.

El corazón de África me está robando el corazón. El polvo del camino se adhiere a mis sandalias, a cada paso, un poco más. Cada vez resulta más complicado desteñir de ocre mis ropas, mi calzado ―ojalá también mis manos, si lograran embarrarse con el barro de la vida―; cada vez es más complicado separarme de esta tierra tan inmensamente rica y castigada.

Los senderos tortuosos, de baches y agujeros que sobrevienen sin previo aviso, se convierten así en una metáfora de la propia vida, de una lucha constante por conquistar el hoy y poder soñar el mañana.

El paisaje se reviste sin embargo de una belleza indescriptible.

Al borde del camino, aparentemente inmóviles, se suceden con majestuosidad y elegancia un abanico innumerable de árboles en eterna primavera. Mangos, papayas, plátanos, mandioca… la pacha mama que alivia y sustenta a los habitantes de esta tierra. Tierra ocre que todo lo impregna, con la que crear ladrillos para construir, en la que cultivar, en la que sembrar ¿el futuro?

La selva se torna de un atractivo y una magia extremos. Extendida por toda la ciudad, se reserva siempre una parte impenetrable, peligrosa incluso, misteriosa. Tengo la impresión de que ocurre del mismo con sus gentes, de mirada en ocasiones desafiante, seria, punzante. Me cruzo a diario con mujeres que no dicen nada pero que lo dicen todo, con niños que gritan en silencio por un poco de dulzura, aunque sea en forma de caramelo, con pesadas cargas, trasportadas en silencio sobre la cabeza, con unos ojos negros que te desarman a cada instante.

El río Mbomou atraviesa todo el pueblo de Bangassou. Se convierte así en el límite que separa la República Centroafricana del Congo. De este modo, cuando bajo al río mientras se pone el sol naranja ―siento que África me esperaba para atardecer conmigo― diviso, no muy lejos, una misma realidad, con distinto nombre. Siempre he estado ―aunque antes no lo sabía― en la frontera.

Existe una línea invisible; aunque trazada por el color de mi piel, por la ropa que visto, por el dinero de mi cartera, y por un billete de avión que en un momento dado me devolverá al confort y al bienestar que separa lo que en un principio podríamos llamar dos mundos diferentes, que se hacen abismo en una brújula que determina sin piedad el norte y el sur.

Una frontera invisible se hace paredón entre esta gente y yo. Soy consciente de que siempre seré una extranjera, de que nací con ciertos privilegios inmerecidos, de que yo no vengo a salvar a nadie. Aun así, es un reto y un regalo maravilloso ir desmenuzando poco a poco esta barrera. La de mis miedos, la de contemplar desde la línea tanto dolor y tantas historias rotas por las que sólo me atrevo a pasar de lado. La frontera del prejuicio, de la etiqueta fácil, de la falsa compasión que en el fondo me deja en la pasividad, en la desesperanza.

Aún desenraizada, trasplantada de una punta de la brújula a la otra, sin los asideros que me daban seguridad, sin tener todo bajo control, dejándome enseñar hasta en el detalle más pequeño, consciente de que mi sabiduría occidental no es aplicable en la inmensa mayoría de las necesidades prácticas del día a día en Bangassou. Es la lógica de toda ilógica. La que vino a enseñar, aprendiz de todo, necesitada de todo.

En una tierra que todavía me resulta tierra de nadie no puedo permanecer por mucho tiempo. Quiero echar raíces, quiero florecer con este paisaje de eterna primavera, quiero cruzar la frontera, siempre hacia el sur, hacia los favoritos, hacia el sol naranja a la altura del pecho.

Y si así fuera, se haría carne la canción:

«Yo no sé de dónde soy; mi casa está en la frontera y las fronteras se mueven como las banderas. Mi patria es un rinconcito, el canto de una cigarra, los primeros acordes que yo supe en la guitarra. Soy hijo de un forastero y de una estrella del alba… y si hay amor –me dijeron– toda distancia se salva.»

JORGE DREXLER, Frontera

Sería el desafío, hecho regalo.

, en la frontera

Extranjero

26 diciembre 2009

En estos días intensos que se escurren de las manos, que se llenan de sentido, pero también de incertidumbres, llega a mi poder un artículo de un antiguo cooperante francés que pasó varios años en Túnez. Su vida, como la de tantos otros que salen de sí mismos, quedó transformada por el ENCUENTRO.

Y mi oración se impregna de esta palabra, que ojalá se haga carne en mí.

Tiempo de sentir más, de escribir menos, de dejar que las palabras las pongan otros. Me quedo con el silencio, lleno de emoción y sentimiento.

Ser extranjero

Ser extranjero, vivir en el país del otro o incluso vivir el país del otro en la manera de lo posible.
Hace ya varios años que volví de cooperación, pero esta experiencia me alimenta espiritualmente todavía. Es sin duda la experiencia que más llena mi vida y mi oración.
Una pregunta se plantea en un primer momento: ¿Por qué partir? Yo, que no soy especialmente comunicativo y que no me dejo llevar por lo imprevisto, ¿por qué no quedarme en casa donde hay de todos modos cosas que hacer? Creo que la respuesta contiene una sola palabra: encuentro. Esto no quiere decir que el encuentro no sea posible  quedándote en tu país, pero siempre es necesario salir de uno mismo, partir de una manera u otra. Ser extranjero obliga al encuentro.
Me parece algo indispensable, central, que da sentido a la presencia de la Iglesia en esta tierra del islam, como en cualquier lugar que profese otra fe, o que no profese fe en absoluto.

En efecto, el encuentro no es evidente: barrera cultural y lingüística, facilidad para quedarse dentro de sí mismo. Pero… ¿Cómo podríamos vivir la fe si no es buscando este encuentro?
He tenido la suerte de vivir en un país que funcionaba económicamente bien, un país que, en todo caso, no tenía necesidad de mí. Incluso si buscamos compartir el destino del país que nos acoge, y que esta solidaridad se traduzca de manera concreta, no estamos ahí para hacer algo “humanitario”. No podía aportar ningún tipo de competencia que mis compañeros tunecinos no tuviesen, al contrario. Esto me permitió aprender un poco más sobre el sentido de la gratuidad. La gratuidad de una presencia: estar por estar, estar por nada en especial. Acoger gratuitamente, sin esperar nada, preparado para el encuentro, para la escucha. Trabajar gratuitamente, es decir, sin esperar ningún objetivo personal, sino intentar hacer bien las cosas y ganarme la vida. Amar gratuitamente, sin ingenuidad, pero donándome a los demás. La gratuidad de la presencia nos ayuda a entrar en una relación de calidad. Descubrí que no tenía gran cosa que dar pero sí mucho que recibir. No se trata de una postura activista,  sino de responder a una simple llamada: “Ven y verás”.

Para poder encontrarse, primero es necesario ser curioso y estar dispuesto a  dar un rodeo, es necesario coger otra ruta distinta a la que habíamos previsto.
Pronunciar algunas palabras en la lengua del otro, aprender un nuevo concepto del tiempo; esto es ya dar un paso y convertirse en otra persona. El encuentro no nos deja indiferentes.
A continuación es necesario amar. Encontrarse es conocer la tierra en la que ahora vivimos, mirar al otro, tenderle la mano, vivir con él, contemplar el mundo, la ciudad, las gentes. Me gustaba entrar en la Medina, tomarme mi tiempo para pasear tranquilamente, sentarme para tomar un té, hacer algunas compras.  Me gustaba ir al patio y subir las escaleras con mis alumnos, pedirles que se pusieran en fila, después entrar con ellos, hacer silencio y explicar el desarrollo de la clase.

A través de estas relaciones me descubría dependiente: dependiente de los compañeros de trabajo para aprender de ellos la manera de enseñar a los niños tunecinos, para estar preparado de cara a las dificultades. Dependiente de los sacerdotes con los que vivía, de los otros cooperantes, de la amistad con cada uno.
Incluso si el encuentro es tangible, la diferencia no se puede borrar. Nosotros no somos  el otro. Seremos siempre extranjeros. Y está muy bien. Esto nos recuerda que tenemos que vivir la diversidad y asumirla. Estuve confrontado en algunos momentos a la imposibilidad del diálogo. Nos resulta tan fácil construir muros entre nosotros…cada uno pensando que está en el lado correcto del muro, el de la verdad. Sin embargo, dialogar es necesario. No podemos pasar de otro modo. Recitábamos algunas veces el Padre Nuestro en árabe. Rezar en otra lengua suponía para mí la ocasión de dejar que las palabras de esta oración resonaran quizás más intensamente que de costumbre. Tomaban otra dimensión: sí, somos  hijos de un mismo Padre, sea cual sea el lugar o el idioma. Y el Reino no se construye sin luchar por derribar las barreras, sin trabajar por la unidad entre los hombres.
Ocurra lo que ocurra, siempre seguiremos siendo extranjeros. Jean Fontaine, sacerdote, contaba que los que montaban sobre un asno mantenían una herida abierta sobre los costados del animal. De este modo, se podía punzar la herida para que el animal avanzase. Cada uno tiene también sus propias heridas. Ser extranjero es vivir esta herida. Es encontrarse en situación de poder desprenderse de lo que se ha vivido. Una situación en la que se vive continuamente en  la improvisación, en el descubrimiento, en situaciones de fragilidad,  y a veces, de exclusión. Incluso para los que pasan toda su vida en Túnez, esta herida ya no se vuelve a cerrar. Permanecemos siendo extranjeros, observadores, alguien del exterior, privados de una integración que nos gustaría que fuese total. Pero herida como aguijón de vida, como invitación a salir, a avanzar, a vivir el encuentro. Invitación a borrarse para que el Otro aparezca.

BRUNO RÉGIS, voluntario y profesor en Túnez (2000-2002)
Traducción de Teresa Narbona Rodríguez

Pequeñeces eternas

10 noviembre 2009

Existe un espacio, escondido, tímido, enredado en la maraña cibernética que habla de pequeñeces. Las alegrías que desde lo cotidiano recopilan personas de cualquier parte del mundo.

Es un lugar importante. Saber mirar con ojos de milagro la belleza de lo pequeño, por nimio que pudiera parecer, no es fácil. Compartirse con desconocidos que día tras día lo son menos, que traspasan océanos, que se alegran con las alegrías de los demás, tampoco.

Y el mundo necesita emplazamientos como este. Hoy añado un epígrafe más al cuaderno de mi travesía, con las pequeñeces que están ensanchando cada vez más el espacio de mi tienda.

La ciudad eterna. Roma  me ampara de nuevo bajo la lluvia y el caos. La habito a cada paso sintiéndome cada vez menos turista y más envuelta en su palpitar ordinario. Ya no visito tantas iglesias, ni museos. La percibo como la ciudad de seres queridos. Los que están, los que estuvieron y quedaron enamorados de la marabunta.
Paseo empujando el cochecito de mi sobrina. No hay más, pero tampoco menos. Como siempre, gracias a las personas,  también yo he quedado enamorada de esta urbe caótica.

Las pequeñeces se multiplican. Y es Assisi, el preludio de un momento que percibo decisivo en mi vida. La pequeña Asís, mi ciudad eterna.
He caminado de nuevo por sus calles. Me he regado bajo su agua de otoño. He dejado que su frío me acaricie el rostro  y su aroma a leña ardiente me seduzca una vez más.
Desierta, para mi entera. Sin turistas estivales. Sola en el camino, pero profundamente acompañada. Por el pasado, por el presente, por el futuro, por mis sueños, por los recuerdos, por las personas.
De nuevo las palabras se quedan tan cortas para expresar lo que alberga el corazón…

He sido acogida por una enamorada de Francisco. Y también acogida por él, el poverello di Dio, mi querido Francisco. Ante su tumba mis lágrimas y oración. Por todos, por todos los que habitáis aquí, tan dentro de mi.

La pequeña Assisi, mi pequeñez eterna

«La belleza salvará al mundo»

Dostoievski